Artigo de Inés García Rábade para PUBLICO
“Frío, miseria, hambre, humillación, palos y más palos”. Habla Octavio García Hernández. Nos remontamos a 2004, a una entrevista para El País, en la que, por primera vez en casi tres décadas de democracia, un superviviente de la Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía, en Fuerteventura, cuenta lo que vivió al otro lado de los muros del penal. No es cualquier superviviente. A Octavio no le condenaron por su militancia política, ni por un delito menor. A Octavio le condenaron, simple y llanamente, por ser “maricón”, término despectivo con el que se les llamaba en aquella época.
Ocurrió en 1954, quince años después de la derrota republicana en la Guerra Civil, con Franco ya establecido en el poder. “El Gobierno se dijo: Vamos a limpiar de maricones Las Palmas“, denunciaba Octavio, fallecido en 2018, en esa primera confesión pública. Las Palmas, Canarias y toda España. Una limpieza que el régimen orquestó a través de un engranaje legislativo y jurídico con el que institucionalizó la persecución y represión de “invertidos”. A partir de una pieza clave: la Ley de Vagos y Maleantes.
“La norma se aprobó en realidad en el 33, durante la Segunda República”, apunta Víctor Ramírez, activista e investigador de la memoria del colectivo LGBTIQ+. “Lo que hizo fue establecer una serie de mecanismos de control para todas aquellas personas que, de alguna forma, se salían de los márgenes de la sociedad”, continúa el escritor de Peligrosas y Revolucionarias (Ediciones Tamaimos, 2019). Mendigos, toxicómanos, jugadores, proxenetas, delincuentes habituales… Un cajón de sastre para castigar, sin miramientos, la marginalidad. Para limpiar las calles.

El régimen franquista nunca la derogó. “Todo lo contrario, supo ver su potencial”, confirma en conversación con Público Ramírez. Incluyendo una categoría criminal más: la homosexualidad. Que, a partir del 54, pasó a ser considerada un peligro social. “Un delito, una enfermedad, una perversión contraria a la moral nacionalcatólica“, enumera Federico Armenteros, también activista y presidente de la Fundación 26 de Diciembre. No era, sin embargo, la primera vez que Franco ponía la homosexualidad en el punto de mira. “En el 45, la dictadura ya la había tipificado como delictiva dentro del Código de Justicia Militar”, recuerda Armenteros. Bajo pena de prisión de entre seis meses y seis años.
Un encarcelamiento que se sistematizó con la Ley de Vagos y Maleantes. Con frecuencia en módulos o galerías de invertidos, separados del resto de presos. Así sucedió, por ejemplo, en las cárceles de Carabanchel o Badajoz. “Sufríamos una doble estigmatización”, apunta Armenteros. Primero, al entrar en prisión; una vez dentro, al ser señalados y separados de los demás reclusos. “Éramos contagiosos, unos depravados”, denuncia a Público el activista. Otra posibilidad era el internamiento en colonias agrícolas, donde los presos, en régimen de trabajo forzado, podían permanecer hasta tres años.
Una cárcel perdida en medio del desierto
Tefía fue una de ellas. “Era como un campo de concentración pero sin cámara de gas”, llegó a verbalizar Octavio, que vivió allí un absoluto infierno. “Sufrieron todo tipo de humillaciones, malos tratos y palizas“, explica Ramírez. A lo que había que sumar las propias condiciones de vida del penal, empezando por la disciplina de trabajo. “Estaban obligados a trabajar de sol a sol en una cantera de piedra, levantando muros y todo tipo de obra pública”, desarrolla el investigador. Sin descanso, sin compasión.
Octavio pasó allí un total de 16 meses, cuando tenía apenas 19 años. Una experiencia que le dejó un recuerdo imborrable. “Algo así te transforma, te quita la mente, te la estropea toda”, explicaba en una entrevista en 2016. “Aquella tierra es inhóspita. Todo el día haciendo gavias, quitando muros. Lleva esta piedra allí, llévala allá“, seguía contando el superviviente. Bajo un sol abrasador durante el día y un frío penetrante por las noches, obligado a dormir en un petate sobre el suelo de tierra y con las ventanas abiertas. Y, sobre todo, con hambre, mucha hambre. “En ocasiones, incluso les retenían la comida durante días, hasta que se pudiese, y era entonces cuando se la entregaban”, asegura Ramírez. ¿El resultado? Hombres que llegaban allí pesando cerca de 80 kilos salían sin llegar a los 50.
