“El sistema que utilizamos con la alimentación era el siguiente: recibíamos la comida de la cárcel; seleccionábamos la que estaba en mejores condiciones y prescindíamos de aquella que nos parecía bazofia (el llamado “filete ruso”, por ejemplo). Lo segundo abundaba más que lo primero. A la que considerábamos aceptable, le agregábamos parte de la que disponíamos procedente de la familia y amigos.
Cuando los envíos de víveres escaseaban, no nos quedaba más remedio que consumir el menú carcelario.
Es de justicia constatar que, a lo largo del tiempo de nuestra estancia allí, la solidaridad material desde el exterior fue magnífica.
Todas las familias y bastantes amigos contribuyeron, en la medida de sus posibilidades (y aun haciendo sacrificios), al bienestar entre rejas.
En mi recuerdo figura aquella fiambrera de plástico, que aún conservo; mi familia nos la hacía llegar llena de nata con fresas. Resultaba emocionante sentir tanto afecto asistiéndonos desde el otro lado de los muros.
Creo que todos engordamos. En mi caso, pese al ejercicio gimnástico que practicábamos cada mañana, llegué a reventar un pantalón de pana que me habían traído: hubo de ser reparado en varias ocasiones”.