
No seu libro de memorias Manuel Pillado conta o tempo pasado en prisión no ano 1972. Alí estiveron tamén con él os seus dous fillos Rafael e Raúl tamén sindicalistas. Compara a situación do cárcere no 72 coa que vivira na posguerra: a comida, a organización, describe as súas conversas cun funcionario co que xa coincidira en outras prisións e a solidaridade entre os presidiarios…
«Me enviaron, en compañía de otros de la misma causa, a la prisión de Coruña, a la que iban a parar todos los detenidos en los sucesos del diez de marzo. Allí me encontré con mis hijos Raúl y Rafael, que ocupaban una celda en compañía de otro camarada y gran amigo de Rafael, Vicente Álvarez Areces. Cuando llegué, al camarada Areces lo cambiaron de celda para ponerme con mis hijos. Al hacerme la ficha, me preguntaron si era católico, advirtiéndome que, si no lo era, lo manifestase: no tenía mayor importancia. Contesté que no, aunque estaba bautizado.
La vida de la cárcel de Coruña, comparada con la de los años cuarenta, era un balneario. Un muchacho lloraba cuando sus padres iban a verlo. Yo lo consolé así: «Esto es un hotel, comparado con los años primeros del régimen franquista».
Afortunadamente, en el 72 se vivía mejor: las familias podían ayudarnos más, y también se solidarizaron los amigos. Abajo, contábamos con una habitación, convertida en despensa de la Comuna, donde registrábamos todos los alimentos que venían de fuera. Allí no faltaba de nada: frutas, empanadas, embutidos, galletas, quesos, etc. Luego seguía una nave, donde instalaron una larga mesa, exclusivamente para los de nuestra causa. A nosotros nos concedieron el privilegio de organizarnos a nuestra manera, para evitar, de antemano, que pudiésemos promover protestas reivindicativas, teniendo en cuenta que ya no estábamos en los años cuarenta ni sesenta; por ejemplo, las grandes movilizaciones de los obreros de Bazán. Por otra parte, también sabían que éramos gentes honradas y con capacidad para organizarnos, pacíficamente, por nuestra cuenta.
Entre el numeroso grupo de detenidos, además de trabajadores industriales, había médicos, abogados y profesores. El director de la prisión nos cedió una sala, en la misma planta baja, para que pudiéramos reunirnos todos en torno a ejercicios culturales y deportivos. Instaló un gran encerado, compró varios juegos de ajedrez, damas, parchís y algún otro; no barajas. Al servicio de la Comuna estábamos José Loureiro Lugrís, Pedro Bonome, alias Pirulo, y yo, que siempre era el primero que llegaba para preparar la mesa del desayuno. Antes de que llegara el caldero con el brebaje de la cárcel, estaba todo dispuesto con los productos que nosotros teníamos: naranjas, manzanas, galletas, queso, botes de leche condensada, y colacao. Al café, muy malo, de la cárcel, le mezclábamos leche condensada y colacao, resultando excelente líquido. A gusto de cada uno, pan o galletas, acompañado siempre de otras cosas: queso, manzanas, naranjas etc. Lo mismo sucedía con las comidas. A esa hora, recordaba cuánta hambre pasábamos en los años duros: muchas veces, a la cena, sólo nos daban un poco de agua con unas zanahorias y casi sin grasa.
Nos distribuíamos los trabajos después de la cena, para el día siguiente: unos, para la limpieza; otros, para repartir el rancho, y así sucesivamente. Teníamos un patio amplio y las puertas siempre abiertas hasta que nos retirábamos a las celdas para dormir. La relación con los funcionarios era buena, incluso con el director. Si un día necesitábamos hacer una queja, como ocurrió algunas veces, nos agrupábamos en el patio, lo llamábamos y nos atendía debidamente. Nuestra disciplina era ejemplar ante la dirección. Y ellos lo sabían bien, pues nunca tuvieron que mandarnos hacer cosas de nuestra competencia.
Un funcionario de Santiago, ya próximo a jubilarse, siempre buscaba tiempo para charlar conmigo; me contaba muchas cosas, reales o no, de su paso por diversas cárceles de España. Aseguraba que siempre procuró proteger a los presos políticos desde su cargo. Estando él de guardia con nosotros, después de la cena, nos pusimos a cantar canciones revolucionarias como hacíamos muchas veces. Este hombre me pidió que les dijera que lo estábamos comprometiendo. Repliqué que no podía hacerles parar porque no tenía suficiente influencia sobre los demás. Insistía diciéndome que sabía que todos me respetaban, y estaba seguro de que, si se lo pedía, callarían. Me quedé con él, para entretenerlo mientras terminaron. No pasó nada: nuestra costumbre, después de cenar, era cantar o abrir debates políticos. Nunca habíamos tenido problemas.
Subiendo a las celdas para dormir, me encontré con otro funcionario.
–Sr. Pillado –me dijo–, a ver, hombre, cuándo marcha para casa. Usted ya no es un chaval.
–Aquí no se está mal del todo, comparado con otros tiempos de hambre, torturas y vejaciones por parte de los carceleros y la Policía.
–Y, ¿en qué cárceles estuvo? –me preguntó.
–En el Castillo de San Felipe, en Coruña y en Santiago de Compostela.
–Hombre, en Santiago; ¿en qué tiempo?
–En el cuarenta y cinco y cuarenta y seis.
–En ese tiempo estuve yo, ¿no se acuerda de mí?
–No; a quien recuerdo es a un tal Manolo, que, por cierto, era de los mejores.
–Ese Manolo soy yo, lo que pasa es que, después de tanto tiempo, no nos recordamos.
Efectivamente, era el mismo. Daba la casualidad de que vivía en Ferrol. Desde esa fecha, todas las tardes venía a buscarme para pasear y charlar; algunas veces no deseaba que lo hiciese, porque tenía cosas más interesantes; algunos compañeros me habían dicho que lo atendiera porque los funcionarios no tenían con quién hablar y se morían de asco. Prestaba su servicio en la planta de arriba, donde estaban los comunes. Estando de guardia, bajaba a buscarme para que le hiciera compañía. Me hablaba mal de los comunes. Replicaba yo que algunos eran enfermos. Si los castigaban en las celdas, su reacción era violenta, fruto del estado en que se encontraban. Ellos, según el funcionario, los trataban bien. Yo le decía que eso no era suficiente. Si recibiesen atención psiquiátrica, de tener problemas de esa índole, muchos jóvenes serían recuperables.
Un día que fue a buscarme, nos encontramos con un revuelo entre comunes. Me vi obligado a intervenir para evitar que las cosas se complicaran más. El funcionario no era capaz de controlarlos. Fue como una dosis de bálsamo y todo terminó. Manolo me preguntaba con mucha extrañeza:
–¿Por qué a ti te obedecieron a la primera y a mí, ni puto caso, cuando saben que si no callan van a ser castigados?
–Pues, precisamente, por eso: lo primero que hacéis es amenazarlos con palabras muy duras. Por lo general, los presos odian a los funcionarios porque ven en vosotros a sus represores, con razón o sin ella. Si le hablas con cariño y con buenas palabras, ningún ser humano, salvo que sea un enfermo mental, se resiste a las razones.
A partir de aquella fecha, creo que no volví más a aquel patio de los comunes por no verme involucrado; no por lo que a mí pudiera pasarme, sino porque de suceder algo parecido y de haber represalias, a alguno se le podía dar por decir que yo había intervenido para que los castigaran.
Desde que Manolo fue jubilado, nos encontramos muchas veces y charlábamos como amigos. En una ocasión, me recordó este incidente que acabo de narrar. Aseguró que ningún hombre le había hablado como yo y tampoco nadie le había convencido como yo; que si hubiese sucedido siendo más joven, habría sabido tratar a los presos de otra forma.
–En los años duros del régimen no se podía andar con contemplaciones –dijo. Y añadió–: Con los políticos nunca tuve problemas: todos son gente honrada.
¿Me contaría la verdad y toda la verdad? Por lo que yo vi siempre en él, seguro que era cierto.
Al poco tiempo de llegar a la prisión de Coruña, nos llamaron a Raúl y a mí para declarar. Terminado el trámite, nos dijeron que saldríamos en libertad bajo fianza de treinta mil pesetas cada uno. Les respondí que no pagaría fianza alguna. Nada tenía que ver con los problemas de Bazán. Contestaron que si me negaba, no saldría de la cárcel. (Había tomado esa postura de acuerdo con varios compañeros.) De regreso a nuestra «vivienda», comunicamos a éstos que manteníamos nuestra palabra. Me dijeron que hacía una barbaridad. Ese dinero me lo devolverían después del juicio. Les aclaré que no se trataba de las treinta mil pesetas sino de cumplir lo pactado. Manolo, el abogado de Santiago, nos hizo ver que eso no era justo y nos acompañó de nuevo a la oficina.
Raúl quedó libre al mes de su detención. Yo estuve dos meses y medio; tenía que salir a los dos meses y, no sé por qué complicaciones, eché diecisiete días más.»